Hasta hace muy poco, nos asustaba que el clima cambiara. Hoy, a algunos visionarios de la geoingeniería lo que les asusta es que no cambie. Son hombres y mujeres valientes que creen en el poder de la ciencia y la tecnología para modificar el curso natural de la cosas. Hombres y mujeres valientes… o locos.

Reconozcámoslo: la geoingeniería tiene mala fama. Y, probablemente, con razón. La idea de que el ser humano puede utilizar rudimentos tecnológicos para modificar el ambiente a su criterio (ya sea para provocar lluvias sobre una zona de cultivo azotada por la sequía, para evitar que llueva sobre una capital olímpica o para enfriar unas décimas de grado la sobrecalentada atmósfera) repugna incluso a los más fervientes defensores del desarrollo científico del siglo XXI. Si, además, lo que se pretende no es actuar localmente sino tratar de manipular el clima a escala global, los escalofríos son inevitables.

Existen muchas razones científicas, políticas y éticas para dudar de la eficiencia de esta nueva rama del saber y de la idoneidad de su aplicación.

En primer lugar, parece obvio que el clima es un sistema demasiado complejo y aún demasiado desconocido como para ser modelado en un laboratorio y sometido a los designios de nuestra tecnología, por muy avanzada que sea. Todavía quedan muchas dudas por resolver acerca de cuáles son todos los componentes del complicado puzzle del cambio climático y cuál es la importancia de cada uno de ellos en el juego.

Pero es que, además, desde el punto de vista político, la posibilidad de actuar sobre los mecanismos moduladores del clima mediante intervenciones tecnológicas puntuales puede tener consecuencias aún desconocidas sobre el desarrollo de países, regiones, continentes enteros…

El Cambio Climático Intencionado puede añadir una dimensión política global novedosa, enorme y potencialmente peligrosísima.

Con tales precedentes (incertidumbre científica, potencial social, riesgo ético) no es extraño que la geoingeniería climática haya despertado la curiosidad de las más valientes, provocadoras y fronterizas mentes de este siglo. Incluyendo algún Premio Nobel.

Paul Crutzen mereció el premio de la Academia Sueca en la modalidad de Química en 1995 por sus investigaciones sobre la influencia del ozono en el equilibrio de la atmósfera. De hecho es uno de los científicos que más ha hecho por la defensa del medio ambiente gracias a su explicación del modo en el que las moléculas de CFC y otros gases inciden en el agrandamiento del agujero de la capa de ozono. No es precisamente un escéptico del clima ni un perezoso de la lucha por el medio ambiente. Sin embargo no cree que la reducción de las emisiones de CO2 a la atmósfera sea una buena idea para detener el calentamiento global. Su propuesta es más radical. “Si el ser humano ha sido capaz de modificar el clima a peor con su actividad industrial: ¿por qué no va a ser capaz de volver a modificarlo para bien?”

Crutzen propone inyectar masivamente partículas de azufre en la atmósfera y generar con ello el efecto propio de la erupción de un volcán gigantesco: el enfriamiento global.

Sí, es cierto, invocar una acción de este tipo conlleva sus riesgos. Es como liberar a todos los demiurgos de la tecnología. Hasta ahora, el hombre se las ha apañado para contravenir los designios de la naturaleza a escala minúscula. Seleccionamos embriones de una pareja aptos para combatir un determinado tipo de enfermedades, modificamos el curso de un río, recuperamos una especie animal en peligro de extinción, conseguimos que una planta crezca exenta del ataque de una determinada plaga manipulando un par de genes… Pero no vamos más allá. La propuesta de Crutzen consiste en alterar el curso del río de la vida planetariamente, de una vez por todas. ¡Asusta!

El propio científico es consciente de ello pero su argumento, emitido con parsimonia desde el fondo de sus gafas grises de culo de botella, no carece de solidez. Crutzen, como tantos otros, es pesimista acerca de la capacidad de los gobiernos para combatir los efectos del calentamiento. Sabe que la doble estrategia propuesta: “mitigación + adaptación” es un camino demasiado largo y estrecho. Pasarán demasiadas décadas antes de que los convenios internacionales en defensa del clima den resultado (si es que lo dan alguna vez). Y para entonces… ¿será demasiado tarde?

Los defensores del Cambio Climático Intencionado creen que tarde o temprano la humanidad se verá obligada a elegir entre dos alternativas igual de estremecedoras: tratar de adaptarse a las consecuencias catastróficas del calentamiento o entregarse a la aventura de la geoingeniería para poner remedio al desastre. ¿Susto o muerte?

Desde el punto de vista de la ciencia, se han dado los primeros pasos para estar preparados. Pero si creemos que ese día D llegará alguna vez, habrá que seguir investigando desde hoy mismo, preparando el camino, desarrollando la tecnología y despejando incertidumbres.

La cuestión parece ser más ética que tecnológica. Los que creemos en el poder de la razón tenemos pocas dudas de que para cuando nuestros nietos necesiten decidir sobre el filo de la navaja de su futuro, la tecnología habrá avanzado lo suficiente como para dotarles de todas las herramientas necesarias. Pero ¿estarán políticamente preparados para tomar la decisión? ¿Quién habrá de decidir sobre el destino de la humanidad en tales circunstancias? ¿Qué organismo será el encargado de dar el visto bueno a un Cambio Climático Intencionado y global? ¿Quién manejará el teléfono rojo desde el que se den las órdenes para inyectar las primeras partículas de azufre en la atmósfera?

Si las cosas siguen como están y los gobiernos del planeta siguen dilatando la toma de decisiones sobre el clima, enredados en una interminable ristra de conferencias y cumbres ineficaces y firmando protocolos en serie que están destinados a no ser cumplidos, es muy probable que dentro de dos generaciones nuestros descendientes se encuentren en una encrucijada de alarma moral. Habrán de hablar menos y actuar más. ¿Será entonces la geoingeniería la solución ideal?

Nuestros abuelos se adaptaron a que sus cielos fueran surcados por máquinas voladoras y sus campos crecieran globalmente con fertilizantes químicos. Dejaron que a sus hijos les vacunaran masivamente y sustituyeron el correo postal por el e-mail. Aprendieron a vivir más de 80 años y se adaptaron a respirar gases que no están en la naturaleza. Cambiaron el modo de contar el tiempo y descubrieron que se puede vivir más deprisa.

Todo ello lo hicieron a escala global, pero poco a poco, generación a generación, paulatinamente.

Es probable que, si sabios como Paul Crutzen tienen razón, a nuestros nietos les toque la responsabilidad de tomar una decisión vital para el planeta de la noche a la mañana.

¿Les estaremos preparando bien para ese momento?

Jorge Alcalde

Director de QUO

QUO es un medio asociado colaborador del proyecto ACTS La Voz de la Ciencia

www.quo.es

@joralcalde


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